Yorkshire Dales fue nuestro destino de vacaciones y no se me ocurre nada que hubiera hecho diferente. Cada día que pasamos allí fue simplemente inmejorable. El tiempo amenazaba con no acompañar nuestras ganas de pasear entre prados y ovejas pero día tras día, contradiciendo las predicciones, el cielo se despejaba y nos dejaba descubrir todos los sitios asombrosos que se esconden en ese tesoro de Inglaterra.
La casa, y sobre todo sus vistas, eran casi irreales. Nos empapamos de las colinas y ese olor que llegaba hasta el epicentro de mi infancia transportándome al verde de los valles pasiegos.
Los niños se quejaban por los largos paseos pero al final sucumbían a las maravillas que íbamos encontrando, al placer de caminar sobre esas alfombras de musgo mullido, a los dulces que aparecían mágicamente de mi mochila para premiar el esfuerzo, a los paisajes inolvidables, a la emoción de escapar de la tormenta amenazante y a la felicidad de ver a Bruma libre, corriendo, persiguiendo ovejas, devorando toda suerte de cagadillas de animales.
Días felices sin duda, patrimonio ya para siempre de la memoria.
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