domingo, 12 de agosto de 2018

Sin patria




































Mis hijos hablan en inglés. Ya hace dos años que que cambiamos España por Inglaterra, que somos extranjeros, isleños, apátridas. Hoy no sabría decir del todo si ha pasado rápido o no el tiempo. Pero hemos cambiado. 
Ayer me dijeron que piensan en inglés y me dolió. Mis hijos juegan entre ellos en inglés y lo siento como una pequeña traición. Al tiempo siento que me traiciono a mí misma porque siempre me he sentido ciudadana del mundo, me cabrea el patriotismo nauseabundo de quien quiere a un país y lo protege por un sentimiento de supremacía, por orgullo de pertenencia a una nación -digamos como España- "Una, grande y libre". 
Yo siento mío el mundo que piso, esté donde esté, no es más mía España por haber nacido ahí que Cambridge, Nueva Orleans, Holanda, Italia, Praga o Grecia, países que disfruté y me han marcado, que he sentido de alguna manera míos. Pero me duelen igual otros lugares que no he conocido, me duelen Ghana, Siria y Palestina, me duelen Sierra Leona y Ciudad Juárez. 
Sin embargo, después de haber conocido aquí a gente de casi todo el mundo, de haber luchado por aprender -mal- un idioma distinto, de haber sentido que te señalan por no ser como ellos, por no hablar como ellos, por no vivir como ellos, entiendo que -a veces- es necesario aferrarse a una frontera, atrincherarse, "nacionalizarse" para no sentirse solo o demasiado diferente.

Dentro de pocos meses Elsa habrá pasado más tiempo viviendo aquí que en España, empezará en septiembre en Reception y dejaré de disfrutar de ella como llevo haciendo estos dos años, el primero casi con ella a tiempo completo, el segundo, poco a poco, soltando su mano. Ella es tímida pero valiente. La llamo pajarito. Ella sabe se sabe delicada y so cute y lo explota infantilizando aún más su lenguaje, gestos y forma de hablar. Y funciona. La miro y es que es tan adorable, vulnerable, perfecta... Cuando se porta mal, o quiere algo especial se levanta el vestido, camiseta o lo que toque para enseñarte la brarriguita y ¡oh dios mío! me muero de amor con esa barrigoncha de bebé que aún tiene y que guarda sagradamente solo para momentos muy especiales. Enseñarnos la barriga es un acto íntimo y fascinante. Yo entonces la acaricio, la beso y la guardamos de nuevo hasta el próximo y sublime momento.

Gael comenzará pronto su último año de primaria y llegará entonces el primer momento de ruptura con su niñez. Será difícil. Pero aún nos queda un año. Todavía cree en la Navidad y sus milagros, en el Hada de los dientes -que a esta isla no llega el Ratón Pérez- y que mamá y papá lo saben todo. Qué dura será la caída a la realidad. Me sorprende a veces su inocencia. Él que todo lo analiza, escruta, desenmascara, que con fe de notario informa, examina, juzga todo lo ajeno... aún es un niño mi niño. Ojalá no desaparezca nunca. 

Escribo Naia y automáticamente brota una sonrisa en mi cara. Pienso en lo divertida que es, en lo solidaria, bondadosa, inteligente, valiente, capaz. Pienso en como ríe y creo que yo nunca reí así, con esa intensidad, con esa honestidad que también guarda en su mirada. Qué ojos, qué niña, qué bendición. 
Ella se viste, se pinta, se peina y se mira sin parar en el espejo, se hace fotos, se encanta. A mí también. Adoro su seguridad y su valor para vivir y asumir la vida como venga. Todo le viene bien incluso cuando le viene mal, de todo aprende, tras cada caída se levanta. Me fascina.

Ahora estamos de vacaciones, más o menos a la mitad, y tenemos por delante unos días en familia, los cinco juntos para disfrutarnos, saborearnos y prepararnos para comenzar un nuevo curso, un nuevo año repleto, estoy segura, de cosas maravillosas.
Mi objetivo, seguir con más diligencia este proyecto que comencé hace más de diez años para contarles cómo eran, cómo somos, y en qué nos vamos convirtiendo.