Llevaba 365 días planeando el evento. Al menos cada dos semanas añadía o quitaba actividades, regalos, invitados... así mes tras mes, "En mi cumpleaños...". Pero cuando se acercaba el momento decidió que quería pasarlo sólo con la familia. Se acabó pensar sobre dónde, cuándo y con quién.
Un plan detallado desde por la mañana sobre qué regalos abrir antes del cole y cuales después, qué haríamos, dónde iríamos y cuál seria la cena elegida guió nuestro día.
Me cogí vacaciones. La ocasión lo merecía. El día anterior, cuando llegué de trabajar me estaba esperando para grabar el vídeo que hacemos todos los años diciendo las ultimas palabras con 8 años y qué esperaba que iba a ocurrir en su año 9. Decoré como siempre la cocina y el salón. En la cocina un bowl lleno de las cosas que más le gustan. En el salón los regalos.
Cuando la despertamos por la mañana estaba soñolienta. Sé bien que pasó toda la noche pensando en la emoción del día siguiente, en los regalos, en las llamadas, en ser el centro de atención. Comenzó la diversión.
Bajar, abrir los regalos, ver su alegría, su sorpresa, su gratitud... De desayuno el ya clásico sandwich de Nutella.
Luego al cole con su diadema-corona de cumpleañera y a las tres la estábamos esperando David y yo en la puerta. Sonrisas, abrazos, paseo a casa escuchándola, feliz, contar cómo había pasado el día.
Después salir con su bici nueva, paseo con Bruma, mamá y papá, la tarta a la vuelta y cena en uno de nuestros sitios favoritos.
A la vuelta abrazos, abrazos y más abrazos empapándonos de la emoción del momento, dejándola ir un poco más cada vez, añorando esa niñez que se va y dando la bienvenida a lo nuevo, distinto y fascinante que está por venir.
Deseando saborear la ultima cifra única de mi niña preciosa, mi fierecilla, mi pequeño pajarito hermoso.