En Escocia, sin apenas cobertura y con una sucesión de sol, nieve, lluvia y granizo tan sorprendente y mágica como él, celebramos el 14 cumpleaños de Gael.
Mi niño ya vuela solo, apenas me deja que le abrace y habla poco. Lo que dice es contundente, exacto, lógica pura. No expone la emoción, se la reserva. Habla bajo, con la voz ahora en tránsito, y no se altera. Cada vez que puede se escapa a la cueva donde habla y juega durante horas con sus amigos. No insulta ni dice palabrotas. Concluye cuando le pregunto por qué, que es totalmente innecesario. Qué razón tiene y cuánto debería aprender de él.
A veces le cuesta mirar a los ojos pero cuando lo hace puedo ver a través de su misterio e intento adivinar la persona en que se convertirá. Creo que, al menos en cierto modo, siempre mantendrá la coraza. Le imagino rodeado de pantallas, ganándose bien el pan, venciendo poco a poco sus miedos. Una vida sencilla pero feliz.
Por ahora me cuesta creer lo mucho que está creciendo, es casi tan alto como yo, ágil y fuerte. Veo sus brazos grandes, su cuerpo desprendiéndose para siempre del niño... mi niño. Entonces le abrazo con la pena de que ya no sea mi cachorro y le digo -Siempre vas a ser mi hijito-. Le visualizo pequeño, gateando por el suelo moviendo su cabecita de lado a lado, durmiendo en mis brazos, meciéndole durante horas. Y le recupero por un momento.
No le gusta que le haga fotos. Lo entiendo. Pero es vital para mí atraparlo, quedarme con cada momento, contarle y contarme lo que fuimos. Seguiré haciéndolo para que nada se pierda en el camino y no dude nunca de que le quise más que nadie, nunca.