Naia ha descubierto su dedo, que chupa con auténtica devoción y en esta última semana también ha descubierto su voz y se pasa el día adornando nuestras vidas con una suerte de grititos, gemiditos y ajos que se nos cae la baba. Es la niña más alegre, luminosa y simpática de este mundo y siempre, absolutamente siempre, tiene una sonrisa para sus papás. Llora únicamente cuando se siente solita o si tiene mucho sueño y no consigue dormirse, pero incluso cuando llora es dulce, amable, absolutamente adorable, parece que todo ese genio que parecía asomar los primeros días ha quedado disuelto en un algodoncito de azúcar, almibarado y delicioso que se llama Naia. Hasta parece que cuando la cojo, me abraza y yo me muero de amor porque jamás imaginé que podría experimentar de nuevo un amor tan puro e inconmensurable como el que siento por Gael. Incluso Gael dice que quiere más a Naia que a papá y a mamá. Le entiendo.
Estos tres meses se me están haciendo mínimos y ahora, que me quedan sólo 20 días de disfrutar de ella en exclusiva, se me parte el alma al pensar que no podré dedicarle todo mi tiempo. Porque estos días ya no volverán y de verdad que cada día tengo más claro que jamás habrá nada que me haga más feliz que dedicar mi tiempo a mis niños. Pero asumo que la vida es así y lo acepto. Tal vez llegue el día en que no les necesite tanto. Mientras tanto cada uno de mis días, de mis horas, cada gota de mis energías serán por y para ellos porque no encuentro nada mejor en lo que invertir mi vida ni nada más hermoso a lo que dedicarse.
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