Cada día, ese niño pequeño que se dejaba mecer, abrazar y besar, esa pequeña criatura tierna que pedía tetete y se volvía loco por una papapa, está más lejos. Ya es mayor, ya se fue, casi del todo, mi bebé, aunque sé que detrás de todas esas cosas que le hacen parecer mayor, aún puedo encontrarle.
Hoy, después de mucho tiempo, hemos comido lo mismo que aquel día en el fuimos al hospital porque Gael debía nacer. Ya han pasado casi cuatro años y me parece increíble. Maneja el ordenador con más soltura que yo, habla como un loro mentirosillo con una fantasía desbordante. Es tajante, muy tajante en sus ideas y voluntades, caprichoso a veces hasta el extremo y otras sorprendentemente generoso.
Y lo más grande para él en este mundo es su padre. Por encima de todas las cosas, lo que más feliz le hace es pasar el tiempo con él. Y David -entre niños se entienden- encantado.
A mi me ha tocado el papel de madre bruja que le obliga a comer, a bañarse, a dormir... Que le dice esto no, y esto tampoco. Y él recurre a su papi que inventa para él historias disparatadas que acaban con su rabia y con su pena.
Cuando les veo hablando, casi de igual a igual, me imagino cómo será cuando él sea padre y pienso que entonces, detrás quizás de las canas y de los años, le veré como si él fuese su propio hijo, y al tiempo en su versión adulta, convertido en su padre. Y detrás de ambos a mi bebé, que me descubrió que lo más hermoso de la vida y la auténtica felicidad empezaba cuando nació.